La poesía mística y religiosa siempre ha rondado por mi vida -sementera de reflexiones, disipadora de dudas- dándome certezas cuando se pierde el faro y el oriente se difumina en incierta bruma. Nunca, en las diferentes etapas de mi vida, ni en la niñez de mi fe cándida y sencilla, ni en las rebeldes pero lógicas preguntas de la adolescencia confundida, ni por fortuna en la vida adulta casi siempre distraída en las necesidades materiales reales o inventadas, nunca ha faltado el poeta y ahora aquí declaro mi gratitud, que me refiera a Dios, escondida su voz entre los estantes o en las páginas de un libro a veces casi marchito por el tiempo o raído por el servicio ya prestado a tantos otros antes que a mí. Nunca ausente el poeta ha estado para hablarme de la gloria su fe, para recordarme como en Kierkegaard el “Temor y el Temblor” al que le mueve la grandeza de su Dios, ese Dios que lo cimbra en su poder y lo confunde en la incomprensible gratuidad de la locura de su cruz.
¡Nunca me ha faltado la lira de la fe!
Apenas ahora me percato que esta presencia permanente en mi vida, sea quizá una sutil declaración no solo de Su ubicuidad sino especialmente de Su paternal predilección por este que ahora les escribe.
Hoy les hablaré solo de dos de estos poetas de mi fe.
Los versos primeros que recuerdo en mis colegiales mocedades son de una de las piezas literaria más célebres en el mundo entero; sin duda una de las oraciones más proclamadas por judíos y cristianos de todos los tiempos; el salmo 23 “El Señor es mi Pastor”, recuerdo que lo memoricé, pido disculpas por la digresión autobiográfica, a los 9 años en ocasión de un concurso de declamación en mi colegio, para mi desgracia enfermé justo el día del evento, teniendo que guardar cama, con profunda tristeza en la postración de mi recuperación solo acertaba a repetir una y otra vez como consuelo a mi infantil quebranto:
El Señor es mi pastor, nada me falta.
En prados de hierba fresca me hace reposar,
me conduce junto a fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
Me guía por el camino justo,
por el honor de su Nombre.
Aunque pase por cañadas oscuras,
ningún mal temeré,
porque Tú estás conmigo.
Tu vara y tu cayado me acompañan.
Me preparas un banquete
enfrente de mis enemigos,
me unges la cabeza con perfume
y llenas mi copa hasta los bordes.
Tu amor y tu bondad me acompañarán
todos los días de mi vida;
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.
El escritor fundador de la estirpe davídica que alcanza hasta Jesús, Dios mismo, nos regala este poema hermoso, del pastor que cuida con esmero a su redil (versos del 1-4) y del anfitrión que acoge con presteza y generosidad a su angustiado huésped hasta la misma eternidad, (versos (11-18). Remanso en cualquier aflicción, verdadera terapia paliativa de penas y sinsabores.
Un lugar especial tiene los versos poderosos, dolientes y desafiantes del poeta jalisciense Alfredo R. Placencia quien en su magnífico poema “El Cristo de Temaca” a la par que fustiga la tibieza de la fe, se pregunta qué o quién provoca la tristeza del crucificado, allá en la peña.
EL CRISTO DE TEMACA
II
Mira al norte la peña en que hemos visto
que la bendita imagen se destaca.
Si al norte de la peña está Temaca,
¿qué le mira a Temaca tanto el Cristo?
Sus ojos tienen la expresión sublime
de esa piedad tan dulce como inmensa
con que a los muertos bulle y los redime.
¿Qué tendrá en esos ojos? ¿En qué piensa?
Cuando el último rayo del crepúsculo
la roca apenas acaricia y dora,
retuerce el Cristo músculo por músculo
y parece que llora.
Para que así se turbe o se conmueva,
¿verá, acaso, algún crimen no llorado
con que Temaca lleva
tibia la fe y el corazón cansado?
¿O será el poco pan de sus cabañas
o el llanto y el dolor con que lo moja
lo que así le conturba las entrañas
y le sacude el alma de congoja…?
Quien sabe, yo no sé. Lo que sí he visto,
y hasta jurarle con mi sangre puedo,
es que Dios mismo, con su propio dedo,
pintó su amor por dibujar su Cristo.
Es este Placencia, atormentado, que declara enfático su amor por Cristo y quizá también su pecado[1]. Placencia que trashumante en su pobreza deambuló por 20 pueblos y tres países[2], igualmente incomprendido por feligreses y jerarquías. Es este Placencia, a la vez mundano y espiritual, que refleja en el Cristo su propia angustia y la soledad de su contrito corazón. Quizá lo que le duele al Cristo de la roca es la indefensión del soñador poeta, que no sirve para nada según su propio obispo.
¿O serán otras las escondidas cuitas que unen, al amoroso y tormentoso vate con su Cristo, por ser las mismas que Éste padeció?
¿O será que yo también llevo tibia la fe y el corazón cansado?
[1] Placencia, a pesar de su condición de sacerdote, tuvo un hijo al que celebra en su poema “Ad Altare”. Además algunos investigadores de su vida y de su obra creen que pudo ser alcohólico.
[2] Placencia debido a problemas con obispos fue cambiado de sedes como castigo. Estuvo en EEUU atendiendo migrantes a solicitud del obispo de Los Ángeles y en El Salvador huyendo de la persecución religiosa de la época.
Muy buena reflexión.
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Felicidades Ernesto, como siempre, bien hecho, educativo, ilustrativo y reflexivo todo.
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Un abrazo con todo mi cariño Ernesto, gracias por compartir el don que Dios te ha dado y llevarnos a la reflexión . Bendiciones para los que están a tu lado.
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No conocía el poema de El Cristo de Temaca. Excelente.
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Es incluso más largo, Arturo. luego te comparto todo el poema. Plascencia tiene un soneto muy famoso llamado Ciego Dios que para muchos criticos es la cumbre de su poesía.
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