Por Ernesto Parga Limón
Sobre la vida pende, desde su origen mismo, un presagio que parece ineludible…habremos de morir. Hay de alguna manera una condena predeterminada. ¿Se vive para morir, se muere todos los días, todos estamos ciertamente muriendo en cada segundo de nuestra vida?
Miguel de Unamuno solía decir, “yo no nací, a mí me nacieron en Bilbao, ningún recuerdo tengo de este acontecimiento cardinal de mi pasado”. En idéntica situación con respecto al pasado nos encontramos todos, claramente exentos de responsabilidad por el hecho de nuestro propio nacimiento. No así de nuestra muerte, si bien casi nadie puede escoger de que manera quiere morir, sí nos es dado en el espacio temporal que llamamos vida, escoger en qué condiciones llegamos a la muerte. Habiendo amado, servido, odiado, siendo generosos o miserables.
Si bien nos “nacieron” … el morir “bien vivido” sí es cosa muy nuestra.
La muerte es el inicio de la inmortalidad dice en frase tan enigmática como aguda Maximiliano de Robespierre, esto se puede entender como que la vida es la ocasión de ganar en eternidad, en permanencia.
En sentido teológico, la eternidad es propia del alma humana que carece de la corruptibilidad de la materia, al morir la carne caduca, el alma permanece y vive eternamente; ya salvada delante de Dios y para siempre, o ya condenada en el fuego eterno. Así en teología, pero también en la experiencia terrenal se puede ganar eternidad. Lo llamamos recuerdo o quizá mejor aún… legado.
Todos podremos sentir que nuestros padres, esposas, o hijos siguen, tras su paso temporal, vivos y junto a nosotros en cada instante de la vida. Quienes todavía caminamos el sendero que lleva a la muerte podemos escribir el recuerdo que habremos de dejar. Pienso que al legado, le sucede lo mismo que a las almas; gozo o dolor eterno. ¿Qué clase de recuerdo vas construyendo? El que edificará, el de feliz recordación, el que orientará y acompañará en las horas adversas como un faro, como un ejemplo, por todo lo que dio. O, aquel que tampoco se olvida por lo que no dio o peor aun por lo que arrebató.
¿Dónde está, muerte, tu victoria?, ¿Dónde está tu aguijón? Pregunta Pablo de Tarso, en la carta a los corintios. No hay muerte para el que ama, no la hubo para el que es el AMOR. Los que se fueron, dejaron tras de sí la estela fecunda de su amor y siguen en ti, viviendo y acompañándote a vivir.

En la mitología griega todo aquel que moría, llegaba a la ribera del río Leteo, el río del olvido, y una vez bebiendo su agua, toda la memoria de la vida perecía también. A menos, según el inmenso poeta Quevedo, que hayamos amado con entrega y con pasión. El amor de nuevo nos salva y nos rescata del olvido:
“nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa”
La llama que es el alma que arde de amor, es capaz de permanecer encendida, aunque atraviese el agua fría, de todo río de olvido, el amor vence al tiempo y a la ley severa de la mortalidad, así se gana en inmortalidad para el poeta.
Si no se entiende el poder del amor frente a la muerte, el hombre se angustia, piensa: ¿Para qué tanto afán en esta vida? Si al final habré de convertirme en polvo, en ceniza, en nada.
Quevedo vuelve a la carga, y en el fragmento final del mismo poema, llamado muy esclarecedoramente, “Amor constante, más allá de la muerte” nos recuerda que nuestros amores seguirán vivos, aun convertidos en polvo, en ceniza:
“serán ceniza, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado”
Doble eternidad, del que seguirá amando como el poeta mas allá de la muerte y del que acá atesora la dulce certeza de haber sido y de seguir siendo amado y cuidado.
Así podemos pensar, que hay de legados a legados, que vivir de tal o cual manera siempre es una decisión personalísima, pero que siempre apunta a la eternidad de un recuerdo de amor o de dolor.
Ciertamente somos polvo y en polvo nos convertiremos, pero siempre hay la elección de intentar ser; más que polvo, ceniza con sentido, es decir…polvo enamorado.
Ya caigo. Saludos.
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