SOBRE LA UTILIDAD DEL DOLOR

                                                                                    Por Ernesto Parga

      ¿Tiene algún objeto la reflexión ya sea personal o colectiva que nos lleve a través de la especulación filosófica a preguntarnos sobre la adversidad y sobre la presencia del dolor y del mal en nuestras vidas?, ¿O solo queda, según la conseja popular, “hacer de tripas corazón” e intentar seguir viviendo en medio del desgarro que supone una pérdida?

 No son pocos quienes se preguntan confundidos y quizá influenciados de la mentalidad actual que sobrevalora el bienestar por encima de cualquier otra consideración vital:

¿Es útil regodearse en el dolor?, ¿ No hay en ello una suerte de autoflagelación?

 La filosofía clásica piensa absolutamente lo contrario. Establece que una ponderada reflexión sobre sufrimiento supone en realidad una pregunta por el sentido de la vida. Una oportunidad para valorar el efímero instante, lleno de posibilidades, que llamamos vida.

Y la vida es claramente mucho más que bienestar, es amor y es odio, es pertenencia y es pérdida, es placer y es dolor, es fatiga y es reposo, es hambre y es saciedad, es luz y es sombra. Por ello es que una reflexión sobre el dolor resulta amen de  útil tremendamente imprescindible.

Sin embargo saberlo no es lo mismo que sufrirlo, por eso cuando el hacha del dolor cae sobre nuestra alma  parece que se nos acaban todos las respuestas y se multiplican, entonces,   todas las preguntas.  

Así a lo largo de la historia a través de la religión, de la filosofía, de las artes mismas o del intento de comprender su propia sique, el hombre ha intentado resolver la pregunta de todas las preguntas.

La pregunta de todas las preguntas

Es la pregunta tan radical y de tal gravedad que lleva incluso por extensión a  preguntarse por los   mismos atributos  de Dios, por  su bondad, y  por  su omnipotencia.

Es el conocido problema de la teodicea o problema del mal que, desde Epicuro, intenta justificar y hacer convivir la existencia de un Dios bueno y poderoso con la presencia del mal en el mundo…se plantea de esta forma:

¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente.
¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces no es bueno
¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal?

Pero el problema del mal se revela aún más doloroso cuando más allá de los cuestionamientos filosóficos o teológicos,   las preguntas las pronuncia el propio doliente  desde su experiencia existencial.
 ¿Por qué yo?  O quizá aún más desolador resulta escuchar   ¿Para qué sufro, qué sentido tiene  mi sufrimiento?

 Dice, Robert Speamann, “La pregunta acerca del sentido del sufrimiento es la pregunta acerca de la experiencia de la falta de sentido, pues justamente en esa experiencia consiste el verdadero sufrimiento. ¿Qué sentido tiene la experiencia de lo sinsentido?”

Algún sabio dijo que los hombres somos capaces de sufrir tres veces por la misma cosa: Antes de que suceda, mientras sucede y después de que ha sucedido.  Es decir que agregado al incomprensible fenómeno de la perdida en sí, habrá que agregar el no menos incomprensible manejo emocional que de ella hacemos los hombres.

¿Dan estas disciplinas  (La religión, la filosofía o las artes) respuestas a esta acuciante pregunta? ¿O es que no necesitamos en realidad una respuesta sino tan solo saber que no estamos solos en el dolor y desde ahí encontrar un motivo que a manera de una causa o de un amor nos impuse a superar la pérdida más allá de comprenderla?

En la misma biblia conviven muchas veces, las preguntas sin respuesta  ante el inefable misterio del dolor Humano, con la certeza de saberse siempre acompañados:

– “¿Hasta cuándo Señor, me seguirás olvidando? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo he de estar angustiado y he de sufrir cada día en mi corazón?”—Salmos 13:1–2

-“Mis lágrimas son mi pan de día y de noche, mientras me echan en cara a todas horas: ‘¿Dónde está tu Dios?’”—Salmos 42:3

-“Me has echado en el foso más profundo, en el más tenebroso de los abismos.”—Salmos 88:6

Conviven, repito, las preguntas sin respuesta con la seguridad del acompañamiento divino en nuestros momentos de mayor dolor, La biblia sobre todos nos provee   la certeza de que no sufrimos solos, que el mismo Dios sufrió lo indecible por mero amor a nosotros. Abrazando, para el perdón de nuestros pecados, su calvario y su muerte de cruz. Así lo expresa con poético énfasis Miguel de Unamuno en este fragmento de su magnífico poema El Cristo de Velázquez:

«Desde entonces

por Ti nos vivifica esa tu muerte,

por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,

por Ti la muerte es el amparo dulce

que azucara amargores de la vida;

por Ti, el Hombre muerto que no muere

                            

En su  libro  “The View from a Hearse,” Joe Bayly,  comparte   la historia de dos hombres que vinieron a consolarlo tras la muerte de sus tres hijos. El primero vino con respuestas. Dijo que Dios tenía un plan, que Él lo resolvería para su bien, y que Dios le daría fuerzas. El segundo hombre vino simplemente a sentarse con él. No dijo  nada al menos que se le preguntara algo, pero rezó a su lado  y se sentó en silencio con él. Joe escribe que aunque ambos hombres tenían buenas intenciones, él   no podía esperar más, para que el primer hombre se retirara y no podía soportar que el segundo hombre partiera.

La añeja sabiduría popular refrenda esta idea de que la conciencia del dolor compartido es quizá la mejor forma de superación.

Viene a mi memoria una parábola “El grano de mostaza”. Que, en síntesis, refleja el dolor de una madre que ha perdido a su hijo pero que, sin embargo, confía en volverlo a la vida gracias a las artes mágicas de un sanador. Este no desalienta a la madre; solo le pide que para resucitar a su hijo le consiga un grano de mostaza obtenido en un hogar donde no se conozca la desgracia, la muerte o el dolor.

El final de la parábola se puede anticipar: el grano de mostaza, ese grano tan especial, jamás aparecerá, y el dolor de la madre se verá mitigado, en parte, al comprobar cuántos y cuán grandes son también los sufrimientos de todos los demás seres humanos.

Son incontables los pensadores que, a través de los siglos, han intentado encontrar sus propias respuestas, que si bien no nos aclaran sobre el porqué del mal si nos ofrecen pistas   sobre el para qué del mal, sobre la utilidad, en fin, sobre su sentido.

Así en Los hermanos Karamasov, Dostoievski hace hablar al monje Zossima, quien consuela al afligido Aliosha el menor de los hermanos por la muerte de su padre.  Diciéndole: “He aquí mi testamento busca la felicidad en las lágrimas”, y una vez muerto Zossima se le aparece en sueños a Aliosha para decirle con serena gravedad: “Sufrirás mucho, pero encontrarás tu felicidad en los mismos sufrimientos.”

En esa línea se ubica Frankl cuando en” El hombre doliente” nos explica de la posibilidad de convertir dolor en crecimiento.

Nos dice el padre de la Logoterapia. “podemos convertir el sufrimiento en acción trascendente, puesto que el sufrimiento aceptado con sentido positivo nos lleva más allá de nosotros mismos, haciéndonos más aptos para vivir valores humanos de rango superior”

-Rumi el exquisito poeta sufí, declara:

“La herida es el lugar a través del cual entra la luz”.

-Y mi muy admirado Carl S Lewis nos advierte por si lo hemos olvidado:

“Nos han prometido sufrimientos. Eran parte del programa. Nos fue dicho ‘Bien aventurados los que sufren’”.

Anatole France , el célebre autor francés  por su parte nos dice.   “El sufrimiento, qué divina incógnita, le debemos todo lo que hace amable la vida, le debemos el valor, le debemos todas las virtudes”.

Incógnita sea quizá el mejor nombre para el dolor, quizá nunca la mente humana pueda entender este inefable misterio de Dios.  Solo queda acaso convertirlo en aprendizaje sanador, y eso es posible; la experiencia así lo muestra.  Con toda seguridad algunos de los que están leyendo esto se dirán:

 ¿Pero cómo es que me levanté?

 ¿Quién me está sacando del pozo insondable de mi pena?

 ¿Cómo es que sigo aquí, intentando vivir, de donde sale esa fuerza?

 ¿Cómo es que ahora mi pobre fuerza es ahora fuerza que alivia a otro?

 Solo Dios lo sabe, por ahora es suficiente, pero quizá algún día nos será revelada esta incógnita en algún confín del cielo y de la eternidad.  Así, la única respuesta a la incógnita se resuelve en clave de esperanza, esperanza en la Providencia, Dios proveerá de fuerza ya que nunca da más de aquello que se sea capaz de soportar.

 Esperanza en el consuelo del tiempo que trocará atardeceres por amaneceres, así lo intuye el anónimo autor del Poema de Mio cid:

“Ya la oración se termina, la misa acabada está,

de la iglesia salieron y prepáranse a marchar.

El Cid a doña Jimena un abrazo le fue a dar

y doña Jimena al Cid la mano le va a besar;

no sabía ella qué hacerse más que llorar y llorar.

A sus dos niñas el Cid mucho las vuelve a mirar.

«A Dios os entrego, hijas, nos hemos de separar

y sólo Dios sabe cuándo nos volvamos a juntar.»

Mucho que lloraban todos, nunca visteis más llorar;

como la uña de la carne así apartándose van.

Mío Cid con sus vasallos se dispone a cabalgar,

la cabeza va volviendo a ver si todos están.

Habló Minaya Álvar Fáñez, bien oiréis lo que dirá:

«Cid, en buena hora nacido, ¿vuestro ánimo dónde está?

Pensemos en ir andando y déjese lo demás,

todos los duelos de hoy en gozo se tornarán.”.

En gozo, en olvido, en puñal traspasa y no da tregua, en soñoliento sopor que espera, cada uno lleva su dolor y va viviendo su tiempo.

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